No he tenido una granja en África, como la escritora danesa Karen Blixen. Pero conocí a una Colette en África.
Colette tenía unos 18 años. Era una chica sencilla de campo y trabajaba como ayudante de cocina en la Reserva Natural de Nyika, uno de los maravillosos parajes salvajes de Malawi, un hermoso y pequeño país que debe su nombre al inmenso lago sobre el que se asienta su población. El acceso a este impresionante paisaje de montaña en el límite con Zambia, solo es posible a través de un camino de 100 kilómetros. 100 kilómetros que parecen 1.000 a causa de los gigantescos baches y socavones infinitos que provocan las lluvias torrenciales y que se traducen en más de cinco horas de trayecto infernal de botes, derrapes y volantazos.
La población de Malawi, especialmente la rural, apenas tiene acceso a la electricidad. Mucho menos sueñan con un coche, apenas se ven. Algunos, escasos hombres en bicicleta, que pueden transportar desde cinco personas, hasta pilares interminables de madera o incluso un par de cabras. Andar es el medio de transporte nacional. Los arcenes de caminos y carreteras están llenas de personas que recorren enormes distancias para conseguir la leña, el agua y la comida que necesitan para sus modestos hogares, situados en pequeños poblados dedicados a la agricultura de subsistencia. Las mujeres, las niñas en realidad, aprenden casi antes de andar a portar en la cabeza -con asombrosa habilidad- baldes, cazuelas, leña, ropas para lavar, cestos de verduras, animales… Es habitual verlas con sus faldas tradicionales acarreando bultos enormes en la cabeza y además, un par de niños o tres repartidos entre la espalda, el pecho o cogidos de ambas manos.
Colette tenía la semana libre para ir a ver a su familia. Pero el vehículo que dotaba de suministros al campamento del Parque Nacional no llegaría hasta el fin de esa misma semana y se perdería sus días de descanso, cosa no poco habitual al parecer. Tras acampar varios días, nos dispusimos a afrontar, resignados, la bajada por aquel tremendo y único camino. Entonces el jefe de Colette nos preguntó si podíamos acercarla a su pueblo en nuestro pequeño y destartalado vehículo. Por supuesto, dijimos que sí.
Colette se quiso sentar en uno de los asientos de atrás y apenas se movió en todo el trayecto. De nuestras provisiones, sólo aceptó una botella de agua y un par de chocolatinas que guardó en su bolso. No quiso comer nada. Tampoco bajó del vehículo ni una sola vez, ni siquiera a estirar las piernas. Ni tampoco para orinar entre los matorrales, como tuvimos que hacer todos los demás más de una vez tras ingerir como idiotas litros y litros de agua para soportar el calor. Colette, inteligente y conocedora del lugar, apenas dio unos sorbitos a su botella.
Colette era tímida y discreta. Acostumbrada a hacer aquel horrible trayecto varias veces al mes, no se quejó ni una sola vez. Nos empeñamos, me empeñé, en que se sintiera tranquila, cómoda y segura en aquel coche de blancos desconocidos. Pero apenas contestaba con monosílabos a los intentos de conversación.
Hasta que ya, casi al final del trayecto, se me ocurrió hablarle de Colette. La otra Colette.
Le pregunté si sabía que tenía el mismo nombre que una conocida escritora francesa. No lo sabía. Le interesó. Y entonces le conté que una vez, hacía muchos años, existió una Colette que rompió normas y tabús. Que fue periodista, cabaretera, actriz, reportera de guerra y una gran escritora que se atrevió a contar con su propia voz de mujer libre lo que nadie contaba en aquel París de principios de siglo XX.
Uno de mis acompañantes me preguntó:
-¿Por qué le cuentas eso?
-¿Por qué no?, respondí.
Así que le expliqué a “nuestra” Colette que la otra Colette había sido una persona muy especial que había escritos libros muy interesantes. Y le hablé sobre todo de “Chéri”, esa fascinante novela en la que una mujer madura y experta narra su apasionado romance con su último amante, un chico mucho más joven que ella. Y Colette, nuestra pequeña Colette africana, se echó a reír por primera vez en todo el viaje.
Esto pasó en 2014. Malawi tenía entonces la primera presidenta de su historia, la abogada y activista Joyce Banda, la segunda mujer en ostentar ese cargo en África después de Ellen Johnson Sirleaf, presidenta de la República de Liberia.
Banda estaba inmersa en varias campañas institucionales dedicadas a mejorar la salud de una población muy joven, muy pobre y diezmada por el SIDA. Pero sobre todo, Banda quería mejorar la calidad de vida de niñas y mujeres. Una de sus iniciativas principales -que esos días se debatía en el Parlamento- era fijar por ley la edad mínima para contraer matrimonio en los 16 años. Solo así, entendía Banda, las chicas y adolescentes tendrían una oportunidad de seguir estudiando obligatoriamente unos años más y poder vislumbrar otros horizontes vitales y laborales. Y evitar en lo posible bodas prematuras, niñas-madres y rituales de iniciación sexual de chicas menores, considerados aún hoy en muchos lugares del país como “tradiciones”.
El interminable camino de baches resultó no ser interminable y acabó por fin. Al final de la tarde llegamos a la aldea de Colette. Al bajar del vehículo para despedirnos, su actitud reservada de todo el camino cambió. Sonriente y afectuosa, como sólo lo es la gente en África, se deshizo en abrazos y muestras de cariño. Sacó de su bolsa un lápiz y un papel, apuntó algo rápidamente y me lo dio. Era su dirección.
-¿Me podrías mandar ese libro del que me has hablado?, preguntó.
¿Qué impresión pudo hacer la Colette francesa en la Colette africana? ¿Qué podía unir a aquella remota Colette adulta, europea, urbana y cosmopolita, tan alejada en tiempo y espacio con aquella otra Colette africana joven, modesta, de una sociedad rural tan tradicional?
Ese libro es lo que son todos los libros: una ventana a otros mundos. Pero además, estoy convencida de que ambas Colettes están unidas en la certeza que nos une y nos ha unido a todas las mujeres del mundo a lo largo de la Historia: la certeza de que no necesitamos ni vamos a pedir permiso a nadie para construir en cada rincón del mundo, antes o después, en libertad y como queramos, nuestras propias vidas.
Preciosa historia. Estoy contigo: vamos a dar los pasos necesarios más temprano que tarde y en todos los continentes.
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Me han caído un par de lágrimas. África, lejana y sola… Ojalá llegue todo eso que tú quieres que llegue a Colette. Y así empezará una cadena.
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Refrescante y esperanzadora historia.
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