Bajo los rascacielos de Singapur

La menuda mujer de origen japonés sirve a toda velocidad y. con gesto adusto, hace aspavientos ante la enorme cola que se ha formado frente a su pequeño puesto. La larga fila espera calmada su turno para probar uno de sus deliciosos platos. En la cocina, la actividad es frenética y prometedores aromas impregnan todo el recinto. Estudiantes, trabajadores, turistas, hombres y mujeres de negocios… Todo tipo de personas acuden a la hora de comer y cenar a los puestos de los hawkers, mercados callejeros que bajo los rascacielos y el glamour, inunda esta pequeña ciudad-estado. Mercados de tal calidad, que hace dos años fueron declarados Patrimonio Inmaterial por la Unesco. Un reconocimiento más que merecido.

Y es que comer en los mercados de Singapur es una aventura y una delicia. Los singapurenses lo saben y fomentan y presumen de una gastronomía que son muchas en realidad: hindú, árabe, china, japonesa, malaya, indonesia… Casi cada región de cada país de Asia tiene su propio puesto de comida en esta ciudad. Los puestos son individuales, pero los comedores son colectivos. La clientela elige la delicia que prefiere y la lleva a una mesa que es posible que comparta con otros comensales. Es lo habitual. También lo interesante. Una nube de discretos trabajadores se ocupa de forma constante de recoger, limpiar y dejar las mesas preparadas para la siguiente tanda. Que no tardará en llegar.

En Singapur, como en prácticamente toda Asia, la comida callejera se vendía antiguamente en carritos. Personas de extracción humilde recorrían las calles con sus especialidades a precios módicos. Los precios siguen siendo módicos por ley en un país muy caro donde pocas personas tienen cocina en su vivienda y comer fuera es casi una obligación. Pero los carritos dejaron de existir por motivos sanitarios. Aquellos sencillos carritos que aliviaron la pobreza de tantas familias en el siglo XX siguen siendo una referencia cultural y un orgullo que los singapurenses reivindican. Pero ya no existen. Los vendedores y cocineros fueron realojados en estos hawkers, más de 400 repartidos por toda la ciudad. Algunos muy espectaculares y archiconocidos, como el mercado Lau Pa Sat. Otros más populares, escondidos en las callejuelas de barrios alejados del centro que no suelen visitar mucho los turistas. Algunos puestos elaboran modesta comida casera. Pero otros esconden auténticos genios de la gastronomía galardonados incluso con estrellas Michelin. Porque en los hawker, sean como sean, lo que hay sobre todo es mucha pasión, mucho trabajo. Y muchísimo talento.

En un país tan especial donde la mezcla de etnias, religiones, culturas e identidades es tan evidente. En un lugar al que emigrantes de toda Asia acudieron a mediados del siglo XX huyendo de diversos conflictos, la gastronomía se ha convertido en un elemento unificador. La mezcla y la fusión de ingredientes y especias y el talento creativo han creado excelentes platos singapurenses propios que pueden recordar a Corea, Japón, India, China. Que pueden parecer de Indonesia o Malasia. Pero que son de Singapur. Como el maravilloso chili crab, una receta de chili de cangrejo creada en los años 50 y que es una de las señas de identidad de Singapur. O el satay, deliciosas brochetas marinadas. O el roti prata, una empanadilla de origen indio que ya forma parte de la identidad de los singapurenses. O el laksa, una deliciosa sopa de fideos, o el arroz con pollo Hainanese cocinado al vapor. Es imposible enumerar tanta delicia.

La menuda señora japonesa que ha servido a la hora del almuerzo docenas de raciones de su exquisito pollo teriyaki con sopa y arroz, se toma un descanso. Su gesto ya no es adusto. Sonríe. Está satisfecha. Y sus comensales también.

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