El filósofo Aristóteles creía que la amistad es un alma que habita en dos cuerpos, un corazón que habita en dos almas. Y quien tiene la suerte de experimentar una amistad así, lo sabe. Hay amistades que trascienden tiempos y fronteras. E incluso la muerte. Un buen ejemplo es el de dos grandes artistas ecuatorianos: el pintor Oswaldo Guayasamín y el poeta Jorge Enrique Adoum. Las cenizas de ambos, por deseo propio, yacen juntas en Quito.
Guayasamín ideó la Capilla del Hombre en los 80. Un museo artístico y cultural que contuviera su deslumbrante obra y legado. El hermoso centro empezó a construirse en los 90 y se inauguró finalmente en el año 2002, tres después de la muerte del pintor. Delante de esa gran obra arquitectónica, visita obligada en la capital ecuatoriana, se plantaron diversos árboles. Entre ellos un pino, el Árbol de la Vida. Allí reposan las cenizas del pintor desde 1999. Y allí quiso que depositara las suyas en una vasija de barro su amigo Jorge Enrique cuando falleció diez años después, en 2009.
Las biografías de ambos son extensas, prolíficas y apabullantes. Pero en sus dos cuerpos latía efectivamente un único corazón que sangró unido por las consecuencias de los conflictos que asolaron Latinoamérica a lo largo de todo su convulso siglo XX. Ambos coincidieron en vida en reflejar con su trayectoria vital y artística la denuncia de las injusticias, el sufrimiento de los más vulnerables, el dolor de los más desvalidos.
Los rostros dolientes que pintó Guayasamín se pueden ver en muesos y también en fascinantes murales expresionistas repartidos por todo el mundo que ponen frente a los ojos del espectador la peor cara del ser humano: la guerra, la violencia, la pobreza, la tortura, las dictaduras. Guayasamín, nacido en 1919 fue el mayor de diez hermanos hijos de un modesto trabajador indígena de origen kichwa y de una madre mestiza. Su primera exposición en Quito con 23 años fue un alboroto descomunal que dejó atónita a la sociedad de la época. E hizo despegar una carrera brillante que le hizo recorrer el mundo. Primero para formarse. Después, para exponer sin comedimiento alguno los rostros más dolientes, los aullidos más silenciosos. Finalmente, para obtener los más altos reconocimientos internacionales del mundo del arte.
En uno de esos viajes Guayasamín conoció a Pablo Neruda. Y de Pablo Neruda fue secretario particular Jorge Enrique Adoum cuando se trasladó desde Quito hasta Santiago de Chile a los 24 años para finalizar sus estudios universitarios.
Jorge Enrique, nacido en 1926, tuvo una prolífica y muy larga carrera como político, embajador, ensayista antropológico, analista social, traductor y escritor. Nominado al Premio Cervantes y considerado el intelectual más brillante de Ecuador, escribió poemas, novelas, tradujo al español a Pessoa y a T.S Elliot entre otros muchos. Y por supuesto elaboró un monumental estudio dedicado al que fue su gran amigo durante décadas: “Guayasamín, el hombre, la obra, la crítica”. Lo publicó en 1998. El pintor pudo verlo, moriría un año después.
Güayasamín decía que su arte era “una forma de oración, al mismo tiempo que de grito. Y la más alta consecuencia del amor, la soledad.”
Y su amigo Jorge Enrique escribió en un poema
Para qué tanto sol, tanta abundancia
torrencial, toda la vida planetaria,
si nos golpea la injusta
repartición, si la muerte
baja del cielo a los extremos
de la tierra, si la pobreza
me aleja de las flores y la fiesta”.
Ambos artistas y amigos compartieron en vida, compromiso, ideas, viajes, encuentros, risas, familia, confidencias, veladas, abrazos y miles de conversaciones. Bajo el Árbol de la Vida permanece su indestructible amistad.
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